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Medieval Philosophy

El concepto de paz terrena en el pensamiento agustiniano

Miguel Angel Rossi
Universidad de Buenos Aires
posmast@filpre.cbc.uba.ar

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ABSTRACT: Agustín comienza a reflexionar en el libro XIX de la Ciudad de Dios, acerca de la importancia de la paz, como uno de los mayores bienes no sólo de la vida eterna, sino también de la vida terrenal: ‘Porque es tan singular el bien de la paz, que aún en las cosas terrenas y mortales no sabemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni finalmente podemos hallar cosa major.’ Al respecto, nos parece pertinente señalar que, como constante del pensamiento agustiniano, sólo puede haber paz definitiva en la vida eterna, mientras que en la Civitas Terrena la paz la experimentamos, parafraseando al hiponense, como un bien incierto y dudoso. Tal afirmación cobra sentido sobre todo en perspectiva ontológica, en la medida en que el orden de lo creado, en el estado temporal, reviste el sello de la corruptibilidad. Sin embargo, es esencial destacar que ambas paces (celestial-terrenal), si bien son cualitativamente diferentes, no existe una intención por parte de Agustín de divorciarlas o desvincularlas. Por el contrario, creemos que pueden establecerse múltiples relaciones dialógicas entre ambas paces, que ponen como eje teórico decisivo la propia actitud y disposición de los hombres. Actitud que se objetiviza en la articulación medio-fin, en la medida que para los ciudadanos de la Civitas Dei, por lo menos la parte que peregrina en la tierra, la paz terrenal es medio para alcanzar la paz eterna; en cambio, para los ciudadanos de la Civitas Terrena, la paz terrena es un fin absoluto.

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Agustín comienza a reflexionar en el libro XIX de la Ciudad de Dios, acerca de la importancia de la paz, como uno de los mayores bienes no sólo de la vida eterna, sino también de la vida terrenal.

"Porque es tan singular el bien de la paz, que aún en las cosas terrenas y mortales no sabemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni finalmente podemos hallar cosa mejor".(1) Al respecto, nos parece pertinente señalar que, como constante del pensamiento agustiniano, sólo puede haber paz definitiva en la vida eterna, mientras que en la Civitas Terrena la paz la experimentamos, parafraseando al hiponense, como un bien incierto y dudoso. Tal afirmación cobra sentido sobre todo en perspectiva ontológica, en la medida en que el orden de lo creado, en el estado temporal, reviste el sello de la corruptibilidad.

Sin embargo, es esencial destacar que ambas paces (celestial-terrenal), si bien son cualitativamente diferentes, no existe una intención por parte de Agustín de divorciarlas o desvincularlas. Por el contrario, creemos que pueden establecerse múltiples relaciones dialógicas entre ambas paces, que ponen como eje teórico decisivo la propia actitud y disposición de los hombres. Actitud que se objetiviza en la articulación medio-fin, en la medida que para los ciudadanos de la Civitas Dei, por lo menos la parte que peregrina en la tierra, la paz terrenal es medio para alcanzar la paz eterna; en cambio, para los ciudadanos de la Civitas Terrena, la paz terrena es un fin absoluto.

Lo interesante del planteo agustiniano radica en el hecho de que la paz temporal es valorada positivamente por ambos tipos de ciudadanos; vinculándose esta perspectiva con la intencionalidad de sustentar un orden que, en lo político y social, asegure la vida de los hombres, aunque más no fuere en sus condicionamientos materiales.

Otro de los aspectos centrales en el tratamiento de la paz terrena, se refiere estrictamente al propio ejercicio del poder, tanto político como doméstico, siendo la categoría de sujeción el dispositivo por excelencia para mentar la construcción de la paz terrena.

Para el hiponense ambos tipos de paces están ligadas al par mando-obediencia, y en ambos juega esta lógica, con la gran diferencia de que en la paz eterna quien gobierna es Dios, y en ello radica la figura de la "Verdadera Justicia",(2) mientras que en la paz terrena, gobiernan los hombres sobre los hombres, siendo la figura esencial a esta última, la categoría de servidumbre, como consecuencia no de la naturaleza sino del pecado original.

Es fundamental aclarar que, en relación a la paz terrena y a diferencia de la paz eterna, la primera no puede estructurarse ni instrumentarse sin tener en cuenta la irrupción del pecado original, dado que éste incide en todos los ordenes de la realidad, y por lo tanto pervierte el orden sabiamente establecido, instaurando la dominación de los humanos entre sí. Por esta razón Agustín aduce que es la propia soberbia humana que, pretendiendo imitar a la divina, termina por invertir y violentar el propio orden natural.

De lo expresado anteriormente puede concluirse que en la Civitas Terrena se establecen relaciones sociales de jerarquía y por lo tanto, de sujeción, que son garantes del ordenamiento de la vida en sociedad. Por eso el hiponense sostiene que en la vida terrena quien pretenda sostener lo contrario, cae en la sabiduría del necio. Nos parece relevante analizar la expresión "la sabiduría del necio", porque nos sitúa en una doble significación, dado que, por un lado, es sabio comprender el orden natural que Dios ha creado, en donde Él gobierna a los hombres, pero estos guardan entre sí vínculos de horizontalidad. Por otra parte, el apelativo de "necedad", es atribuible a la pretensión de instaurar este orden natural en la Civitas Terrena si bien destacamos que, en la perspectiva escatológica agustiniana, esto es, cuando algunos hombres alcancen la patria definitiva, se instaurará nuevamente el primer orden natural, disolviéndose consecuentemente las relaciones de dominación de los hombres entre sí.

El concepto de paz lleva implícito la noción de orden, antes del pecado original como orden natural expresado en las leyes naturales y, después del pecado, como sujeción. "Así pues, la primera causa de la servidumbre es el pecado, que se sujete el hombre a otro hombre con el vínculo de la condición servil, lo cual no sucede sin especial providencia y justo juicio de Dios, en quien no hay injusticia y sabe repartir diferentes penas conforme a los méritos de las culpas ...".(3) En este esquema y en relación a la Civitas Terrena, enfatizamos que la problemática de la paz terrena nos lleva de lleno a la legitimación de la necesidad de la coerción, siendo esta instancia de sujeción no contraria al derecho, sino conforme a él. Con todo, no se está hablando del derecho natural previo al pecado, sino del derecho que se instaura a posteriori del hombre caído, del derecho que se vincula a la falta y a la culpa, del derecho que sólo puede pensarse en términos coercitivos. Tal derecho es, para Agustín, garantía de convivencia humana en sociedad, pero de ninguna manera garantiza un sentido de verdadera justicia, como así tampoco puede legislar el foro interno de los hombres. En tal sentido, puede imputársele la importante función de regular sólo conductas extrínsecas, quedando reservada la interioridad humana a la sola contemplación de la mirada divina. Sin embargo, es pertinente señalar el juicio positivo que asigna Agustín a este tipo de derecho, que genera condiciones de civilidad y que, por otra parte, cobra cuerpo en el derecho romano. Este aspecto enfatiza el respeto del hiponense a la autoridad pagana, que también debe ser respetada por los cristianos. De este derecho y de su aceptación resulta que pueda haber garantías de paz terrenal. Paz que es aprovechable tanto por paganos como cristianos.

Volviendo a la cuestión del "orden" pero ahora pensado en perspectiva política, señalamos el gran molino contra el que el hiponense se bate a duelo, la tragedia de la disgregación o fragmentación del cuerpo social. Esta óptica lo sitúa en una teoría del orden capaz de ponerle remedio a ese mal que puede darse, entre otras cosas, por la desobediencia de los ciudadanos a la autoridad pública. En tal sentido, Agustín legitima la importancia de la no resistencia al poder terrenal, en estricta diferenciación y no oposición , con la paz eterna: "En la Civitas Dei no hay necesidad del oficio de mandar y dirigir a los mortales, porque entonces no sería necesario el ministerio de mirar por el bien de los que ya son bienaventurados en aquella inmortalidad".(4) Desde esta mirada puede postularse la perspectiva ética agustiniana en torno a la justificación del poder terrenal, no sólo como dispositivo instrumental para la manutención de la sociedad en su conjunto. Por lo tanto, podemos puntualizar dos aspectos: el primero de ellos valora el poder de mando como condición de posibilidad de la coerción y unificación del cuerpo social. El segundo aspecto legitima una teoría del poder descendente, por el cual la propia noción de poder, representa un mandato divino, sustentado bajo el supuesto de mirar por el bien de los hombres.

Destacamos entonces la deconstrucción agustiniana de la política como un mal. Y cómo el hiponense la enviste de un oficio que debe constituir su propia esencia, es decir guiar a los hombres por la verdadera senda. Esta es la razón por la que el hiponense anima a los cristianos a comprometerse con los asuntos temporales, dado que la política, comprendida como "oficio", sitúa a los hombres en una ética de la responsabilidad social: "Toca al oficio del inocente, no sólo no hacer mal a nadie, sino también prohibir el pecado y castigarle, para que el castigo se corrija o enmiende con la pena, y otros escarmienten con el ejemplo ..."(5)

El último de los supuestos en relación a la paz terrena, cobra cuerpo en la importancia que asigna Agustín al orden institucional. Está convencido de que el derrumbamiento de las instituciones civiles, no puede traer aparejado más que la amenaza de anarquía del cuerpo social.

A manera de conclusión, resaltamos algunas instancias:

La primera de las cuales radica en la valoración positiva de la paz terrena, que sólo puede encontrarse en las mismas construcciones y convenciones de los hombres en sociedad para posibilitar la real convivencia entre los dos tipos de ciudadanos, es decir los de la Civitas Terrena y los de la Civitas Dei. Al mismo tiempo tal convivencia sólo es pensable en términos negativos, sobre todo en relación a la necesidad de la coerción.

La segunda se orienta en acentuar la importancia de la paz terrena como uno de los medios óptimos para alcanzar la paz eterna, en la medida que posibilita vínculos sociales, en donde es posible el ejercicio racional. Para Agustín son indispensables los tiempos de paz, como condición de posibilidad para la contemplación y reflexión, por ejemplo, de las Escrituras. Es en tal sentido que valora la paz lograda por el Imperio Romano,(6) dado que fue medio para que la palabra de Dios, pudiese propagarse por vía de la expansión de la Iglesia.

El escepticismo de Agustín, en considerar la posibilidad de tiempos extremadamente largos de paz, no invalida su juicio positivo con respecto a ellos, pues aún bajo el supuesto de considerar a la guerra como parte de la naturaleza humana, ésta no logra comprenderse sin el axioma de la paz.

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Notes

(1) San Agustín. La Ciudad de Dios. L.XIX, Pág.464.Club de Lectores. Bs.As. 1989.

(2) La paz final no necesita de restricciones ni coerción, quedando erradicada definitivamente la posibilidad de la guerra.

(3) San Agustín. Op. Cit. L. XIX. Cap. XV, Pág. 477.

(4) San Agustín. Op. Cit. L. XIX. Cap. XV, Pág. 478

(5) San Agustín. Ibid.

(6) La actitud de Agustín hacia el Imperio Romano puede ser caracterizada desde una pluralidad de sentidos; a veces lo valora en forma positiva y en otras en forma negativa.

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