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from Vol. #7, Issue 3: Autumn 2016

de Ocosingo: diario de guerra
por Efraín Bartolomé

They said this mystery never shall cease:
The priest promotes war, and the soldier peace.
                                        William Blake

PRÓLOGO

(Nací en el primer valle de Ocosingo: cuando mi pueblo aún era la puerta de la selva, y ésta era aún merecedora de su nombre. En aquel clima de dolor y maravilla era posible tocar al hombre y al país en carne viva. En esa atmósfera se coció mi alma. Ahí, en la vieja casa familiar, nos sorprendió la guerra. Llevé un veloz registro de lo que vi y oí durante los primeros doce días aciagos. El mismo valle que generó mis versos ha generado también las instantáneas que, en pinceladas de prosa tartamuda, transcribo a continuación.)

6 JANUARY

        7:00 Un avión.
        Por la noche se oyeron esos impactos brutales de días anteriores.
        Lejos, por el rumbo del Jataté.

8:00 Hay un cielo absolutamente despejado.
        Sol sobre los tejados y sobre los cerros más altos del oriente.
        La zona donde corre el río de la Virgen, por detrás de la iglesia, aparece sumida en la blanca niebla, como siempre.
        Pronto, sin que nadie lo note, la espesa niebla desaparece.
        Hace frío, pero el sol de hoy parece diferente.
        Veremos.

8:10 Por iniciativa de mi padre, hacemos un letrero para fijarlo en el portón: "No hay agua ni teléfono."
        Las noticias han dicho que la vida en San Cristóbal ya se regularizó.
        "Pero aquí no, y si está entrando la prensa, como ayer, es bueno que se sepa que aquí la vida sigue interrumpida", es el argumento de mi padre.
        Hay gente en la calle.
        Carmelino está vendiendo.
        Como no hay clases los sobrinos me piden actividades.
        Los pongo a barrer los patios porque hoy sacaremos café a secar.
        Mientras ellos hacen su tarea yo pinto de rojo el pie de remache: un pie de hierro, soldado a una punta que ha sido clavada firmemente sobre una base de roble macizo, labrada con hacha. Una vez pintado el hierro, coloco la pieza sobre media rodaja de tronco de roble, como de 60 centímetros de alto y otro tanto de ancho.
        Ahí queda, contra una pilastra blanca del corredor del sur.
        Un homenaje a Joan Miró en tiempo de guerra.

8:45 Ya sacamos el café a los patios.
        Había café húmedo que ya estaba enmoheciéndose.
        Aunque ha habido buen sol los días anteriores, no fue posible sacarlo, por las balas.
        Pero ya están los montones en los patios.
        Mi padre lo extiende con los rastrillos de madera.
        Tío Rodrigo hizo fuego en la cocina vieja.
        Ahí dorarán más café mis hermanas.

Los Pablos están decididos a irse.
        Tía Maguita no quiere pero no los dejará ir solos.
        Pablo chico pidió al hijo de Toño que mueva su camioneta.
        La han sacado ya.
        Hay movimiento de carros en el patio.
        Listos para partir.
        Le doy a Pablo chico el número telefónico de mis hijos para que les informe que estamos bien.
        Nos preocupa un poco la partida de los tíos, pero están decididos.
        Desde antier comenzaron a comentarlo.
        Quieren aprovechar la caravana que hoy saldrá por Palenque.
        Tía Maga tenía anoche el brazo muy inflamado.
        Mi madre le preparó una cataplasma y hoy el brazo de mi tía amaneció normal.
        Mi madre dicta la receta: cinco hojas grandes de mango; una cucharada de curarina rayada, partida en trozos; una penca de magueyito morado; una rama grande de maravilla.
        "Cualquier maravilla", agrega, mientras yo me alejo saboreando la imagen.
        "Se usa para fomentos y para compresas, en inflamaciones. Lo más caliente que se aguante."

9:20 Todos los patios están cubiertos de café perfectamente rayadito.
        Es labor de mi padre en esta temporada.
        En la calle siguen las banderas blancas.
        Las veo ahora acompañando a unas mujeres en bicicleta y adornando un Volkswagen rojo.

9:24 "¡A ver, Carmelino, dame mi bandera!", grita un hombre de un grupo que acaba de salir de la tienda.
        Diez personas, haciendo bolita, esperan su turno para entrar.
        Un perro le ladra a un hombre en bicicleta.
        Mi mujer me trae la grosella más hermosa que encontró en el jardín.
        Una perfecta luna menguante enjoya el cielo azul.
        Los niños cooperan con sus padres en el dorado de café.
        El santo aroma inunda ya los patios y la casa.
        Los viajeros están a punto de partir.
        Don Pablo es un español de 77 años, que fue prisionero bajo el régimen de Franco.
        Fue condenado a 30 años de prisión, de los cuales purgó seis.
        Ahora es pensionado del gobierno hispano y esposo de tía Maga.
        Padre de Pablo chico.
        De ellos es El Paraíso.
        Don Pablo ha intentado todo allá, en sus catorce hectáreas, su huerta, su manantial y su casona.
        "Ya no hay gente reshponshable, puro ladrón", ha sido su frase desde que lo conozco.
        Ahora había iniciado la crianza de pollos y la producción de huevo.
        Acertó finalmente.
        Todo iba bien, pero se le atravesó la guerra.
        ¿Cuándo podrá volver a su Paraíso?
        ¿Podrá volver?
        Me cae bien don Pablo: es muy cooperador y muy atrevido y muy inocente.
        El día 2 bajó a la esquina a platicar con un grupo de guerrilleros tzeltales: "Bueno, pero ushtedesh que shaben de marzishmo-leninishmo. Que yo she mash que ushtedesh. Que he eshtao en la Guerra Zivil Eshpañola."
        ¿Y qué le respondieron, don Pablo?, le pregunto.
        "Nada. Shi, sheñor. shi, sheñor. y de ahí no losh he shacao."
        "Qué bueno, don Pablo. Si le toca alguno de los centroamericanos, qué tal que lo incorporan a las filas. ¿eh, comandante?"
        Con este recuerdo y con este diálogo nos despedimos.
        Abrazos a tía Maga y a Pablo chico.
        Que tengan suerte.

9:58 Ha crecido la calma.
        Unas mujeres vienen a vender carne de cerdo y pollo.
        En una casa de arriba están matando un puerco: se oyen largos gruñidos lastimeros.
        "Ya se antojan unos chicharroncitos", pasa diciendo mi sonriente hermana Dora.
        En la tienda informan que los guerrilleros se metieron a unas casas de la colonia magisterial, una unidad nueva, para los trabajadores del ISSSTE, que se construyó lejos del pueblo, pasando Pequeñeces.
        Que se llevaron cosas.

10:05 Mi madre llora porque se fue su hermana.
        Aura se queja como niñita: "Ni a mí me llora tanto."
        Un joven informa que salieron 12 carros a Palenque.
        Carmelino cierra la tienda por un rato: van a desayunar.
        Cuando terminen continuarán vendiendo.
        Hoy quería ver cómo desaparece la bruma en la hondonada, pero se me pasó.
        Todo límpido ya.
        Se siente la ausencia de tía Maga, los Pablos, Angélica y Arturo.
        Quedamos veinte personas en la casa.

10:22 La tienda abre otra vez: la puerta pequeña.
        Los compradores entran de uno en uno.

10:50 Edgar y Mingo juegan ping-pong, muy quitados de la pena.
        Como no han traído leche del rancho, no hay queso fresco.
        Pero todos los quesitos secos, de reserva, que mi madre vende como queso para rayar, están siendo consumidos con delicia.
        Hasta ésos se están acabando ya.
        Éste es un día típico en el valle: transparente y alto, sin nubes, azulísimo, sobre el verdor intenso.
        Los fogonazos de las buganvillas, los estallidos florales, el ondear de plátanos, maizales y palmeras.
        Pero alguien dijo hace rato que entre los canchishales quedan algunos muertos, abandonados a las mandíbulas de los perros.

10:58 Vuelve el helicóptero.
        Todos por la calle con su bandera blanca.
        Una peregrinación abanderada a la tortillería.
        Vienen a ver a Edgar para una consulta por crisis diabética.
        Nos informan que una niña murió.
        Hallaron ya al doctor Talango.
        Está muerto, al parecer desde el día 2.

11:22 Pasan cuatro carros de civiles rumbo a Palenque.
        Unos con placas de Veracruz.
        Se dice que hay muertos por el CEBETA.
        La calle se ha animado.
        Pasa frente a mí una muchachita de playera roja, con un escote descomunal y grandes tetas duras, muy grandes para su estatura.
        Me descubre mirándola.
        Sonríe.
        Ahí va la jovencita para arriba, "moviendo chabochamente la zona del aguayón", como dijera Gabriel Vargas.
        Signo de vida.
        ¿Me está contaminando el Capirucho?

Veo venir a dos jóvenes tzeltales.
        Suben como con miedo.
        Traen la ropa limpia y arrugadísima.
        Como recién cambiados.
        Cansadísimos.
        Seguro que eran alzados.
        Se han de haber quedado atrapados en algún sitio, en alguna casa, y salieron hasta hoy, aprovechando el movimiento de la gente por la calle.
        Cuánto miedo en su cara, cuánta preocupación.
        No miran a nadie.
        Pasan frente a mí, a dos pasos.
        Saludan pero no establecen contacto visual.
        Botas nuevas.
        Como las de aquel guerrillero muerto.
        Siguen hacia arriba.
        Que les vaya bien.
        En la bolita de compradores dicen que en los sótanos de la iglesia tienen rebeldes escondidos.
        "O tenían, ya los han de haber ayudado a salir."
        Mi padre insiste en que "cómo quieren que la gente no se alce si sacan tanto de Chiapas: petróleo, energía eléctrica, bellezas naturales, riqueza cultural, poesía, novelas, joyas arqueológicas, maíz, frijol, ganado, miel, camarón, aves maravillosas, material de investigación, maderas.
        "Y han sacado chicle, azúcar, arroz, algodón, leche, cacao, café."
        "Y aquí está la prueba: no hay caminos buenos, ni siquiera regulares."
        "No hay pista grande para que los aviones aterricen bien."
        "Nuestro antiguo campo de aviación, que venía del río hasta la casa de don Mamerto, era mucho mejor que la porquería de campo que hay ahora."
        "En el viejo campo, aunque no pavimentado, aterrizaban Douglas, B-18, Avros, aviones grandes."
        "Ahora sólo avionetitas."
        "Un pedazo de pista atravesada nos dejaron."
        "Construyeron el mercado, la biblioteca, la radiodifusora, unas bodegas de la ARIC, y todo lo echaron a perder."
        "Cómo si no hubiera espacio."
        "Ahora no pueden llegar ni por avión ni por tierra."
        "La carretera nos llegó cien años después de que la pidió don Juan Ballinas."
        Y yo escucho a mi padre disertar y escribo como si me estuviera dictando.
        Pero este movimiento armado es, dígase lo que se diga, ideología universitaria.
        Y, por culpa de Gabriel Zaid, dudo de los universitarios que quieren que los campesinos dejen el campo para convertirse en. universitarios.
        Y los universitarios de la gran ciudad deben estar ya celebrando la violencia en los alrededores de Coyoacán, en las cafeterías y en las aulas.
        Y muchos intelectuales deben estar desempolvando sus sueños belicosos, dispuestos a colgar, sobre el poster del Che, lleno de telarañas, estas nuevas versiones de héroes con botas puestas.
        Un discurso matón y el leprosario entero se echó a andar.
        Y uno está aquí lleno de dudas, sin entusiasmarse, sin ganas de aplaudir ni al zopilote, ni a la mosca, ni al perro, ni al guerrero dispuesto a sacrificar 150,000 vidas si es necesario.
        Y mi padre justifica el levantamiento.
        Y mi madre lo desaprueba de modo radical.
        Y yo soy este manojo de dudas con una sola convicción: en una grieta del alma del guerrero anida siempre la nueva tiranía.
        Y eso escribo cuando llega Mario, mi primo.
        Nos cuenta de un maestro que vive cerca de su casa: es de Taniperla, un ejido de la selva.
        Su mamá vino a pasar la navidad y el año nuevo con él, aquí.
        Viven en una casa de madera.
        El hijito del maestro quiso asomarse a la ventana, un día de balacera.
        Un niño chiquito.
        Su abuela se acercó para retirarlo.
        Eran momentos de combate duro.
        Una bala cruzó por la madera.
        Rozó la nuca del niño y le dio a la señora.
        Está muerta.
        Se llamaba Basilia.
        Mario y Ovidio ayudaron a enterrarla.
        Han estado activos ayudando vecinos que sufrieron daños.
        Vieron a los guerrilleros escapando por el arroyo porque su casa está pegada a él.
        Vieron muchos heridos.
        "La capitana esa, la comandanta o quién sabe que sería, pasó gritando por ahí: '¡Tiren, cobardes, tiren! ¡Disparen! ¡No dejen que se acerquen!' Pero ya iba herida."
        Y sigue Mario:
        "Zumbaba la balacera en nuestras cabezas cuando estábamos haciendo fuego para tortillas. Ahorita ya todo está tranquilo."
        "Ya la gente está lavando sus casas y sus patios. Yo me puse a juntar casquillos. Tengo de todos tamaños, desde 22 hasta unos que parecen vasos pequeños. Yo creo que eran de bazuka o algo así. Un día nos detuvieron los soldados a Ovidio y a mí. Habíamos salido a la calle. Les dijimos que vivíamos ahí nomás a una cuadra, y nos dejaron ir. 'Tienen diez segundos para llegar a su casa, luego empezaremos a echar bala' ¡Pucha! ¡En cinco segundos llegamos!"
        Ayer vimos a Rubén en el mercado. Es otro de mis primos, hermano de estos jóvenes.
        Rubén se casó hace dos semanas.
        De modo que desde ayer sabemos que no les pasó nada.
        Que no hay ninguna baja en la familia.
        Ni allá ni aquí.
        Todavía.

12:45 No hemos sabido nada de mi hermano Rodulfo.
        Pillita y yo íbamos a pasar ayer, al volver del panteón, pero el silencio sepulcral en las calles nos lo impidió.
        Hemos decidido ir ahorita para llevarles algunas cosas de comer que les prepara mi madre.
        El rumbo está tranquilo.
        Mucha gente a la puerta de su casa.
        Saludamos a todos los conocidos.
        Preguntamos.
        Todo va bien.
        Viene por la carretera una ambulancia de la Cruz Roja.
        Está sobrevolando un avión militar.
        Casi al llegar a casa de mi hermano los vemos venir, a Conchita y a él.
        Iban a la casa.
        Entregamos el paquete.
        Volvemos juntos, los cuatro.

13:00 Estamos a punto de entrar cuando un carro de prensa se detiene frente a nosotros.
        Un Volkswagen rojo.
        "¡Efraín!", gritan.
        Creemos que es Enrique Aguilar, que tiene un auto igual.
        Nos acercamos.
        Vemos el logotipo de Macrópolis.
        Se trata de Alejandro Toledo y Marco Vargas, de Macrópolis, y de Gustavo Armenta y Jean Sidenar, de 7 Cambio.
        Nos comentan que entraron por Tenejapa.
        Venía un convoy grande de periodistas, pero sólo ellos llegaron.
        Preguntan qué hago aquí.
        Les digo que aquí vivo, que estoy aquí desde el 20 de diciembre.
        "Te tenemos que entrevistar", dice Alejandro.
        Pero primero recorrerán el pueblo.
        Volverán en un rato.

13:16 La zopilotera se ha desplazado un poco más abajo, más hacia el río, tal vez más allá.
        Sigo pensando en los cadáveres en el monte.

14:47 Flor Domínguez nos informa que ya hay línea telefónica.
        Tratamos de llamar a México, pero no salen las llamadas.
        Se cruza la línea con la de mi prima Lety que está tratando de llamar a Córdoba.
        Marcamos el número de Dora: entra la llamada después de varios intentos.
        Luego nada.
        Tono de ocupado.

16:40 Hace diez minutos se fueron los periodistas.
        Leí y comenté, a saltos, mis anotaciones de los tres primeros días.
        Ellos grabaron.
        Deben llegar a San Cristóbal y salir de aquí pronto.
        Pilla les recuerda que hay un virtual toque de queda a partir de las cinco de la tarde.

17:00 Ruidero de bocinas pregonando.
        Es el presidente municipal, que sobre un camión del Ejército, vocea que ya se puede volver a la vida normal, que ya es posible salir a la calle.
        Éstas son las frases que se repiten: "Gracias a nuestro glorioso Ejército mexicano, Ocosingo se ha salvado. Gracias a nuestro glorioso Ejército, todo ha vuelto a la normalidad. Ya podemos caminar con libertad. Gracias al Ejército mexicano todo volverá a ser igual."
        Pero todos sabemos que nada volverá a ser igual.
        La gente comenta, sale, va.
        Se hacen montones frente a la quemada presidencia municipal, hasta donde hemos bajado mi mujer y yo.

17:30 A pesar del ambiente entristecedor que genera el edificio quemado, los ojos de la gente brillan de modo distinto.
        Los soldados me pidieron identificación antes de entrar al parque.
        Sólo a mí.
        La gente platica con los soldados, gente humilde, agradecida.
        Me sorprendió hace rato ver cómo la gente salía a sus puertas a gritar vivas al Ejército, a aplaudir a los soldados.
        Es extraño verlo.
        Los soldadotes intentan mantener su rostro inexpresivo pero los traiciona una sonrisa.
        Hay jóvenes, predominantemente, entre la tropa.
        Chamacos que apenas pasan los dieciocho.
        La gente hace grupitos, se saludan, platican.
        Comienzan a barrer las calles.
        Extraña calma resguardada por el Ejército.
        El cielo sigue exquisitamente azul y todas las golondrinas del valle parecen organizar su revoloteo bajo la transparencia.
        Me siento en una banca, veo, escribo.
        ¿Qué verdad poética hay en todo esto?
        Una: el monstruo nunca surge por casualidad.
        Es siempre una llamada de atención de la Gran Madre, para indicarnos que hemos violado principios poéticos básicos.
        Y en Chiapas es tan obvio.
        Atentados contra la tierra, contra los ríos, contra la selva.
        Es cierto que en estos valles fértiles la gente no se muere de hambre: el más pobre hace milpa y frijolar, en tierra propia o en tierra ajena.
        Y siembra plátano, tiene colmenas y en cualquier choza pobre hay puercos, guajolotes, gallinas.
        Pero hay odio racial.
        Pero hay guerra de castas.
        Y hay jueces corruptos, funcionarios corruptos, profesores corruptos.
        Y comerciantes abusivos de moral envilecida.
        Y odio entre ocosingueros y oxchuqueros.
        Y penetración lenta de salvadores de almas.
        Y agandalle.
        Y canallez.
        Y, mezclada con todo eso, una capacidad sorprendente de trabajo.
        En el ranchero: el agricultor y el ganadero.
        Estos hombres de piel quemada y manos rudas que se levantan en la madrugada y están en sus ranchos a las cinco para estar de vuelta en el pueblo a las seis, entregando leche que se beberá o se transformará en queso, en crema, en mantequilla.
        Estos hombres de a caballo que ahora conducen camionetas de trabajo.
        Estos hombres de mal gusto que producen lo que nos comeremos en las grandes ciudades.
        Estos hombres y mujeres que no pudieron estudiar porque tenían que atender sus ranchos.
        Estos, a los que la realidad se les vuelve de pronto tan incomprensible.
        Y Ocosingo no podrá ser el mismo de antes.
        Porque durante un tiempo el odio se acendrará.
        Y las llagas no cerrarán fácilmente.
        Y los "monstruos del bien" seguirán llegando al valle.
        Y mientras esto pasa, veloz, por mi cabeza, las garzas del valle van a su árbol magnífico.
        El sol se pone ya tras el inmenso Chacashib, entre resplandores rojos.
        Como un rey oriental, el sol expira.

18:32 Encontramos a Moisés Trujillo, el hombre en cuya casa cayó una granada que no explotó.
        Hoy la sacaron los de la Judicial federal.
        "Sácala a patadas, como pelota, me decían los cabrones." "Ah, puta. si ustedes que son los expertos no se atreven..."
        También saludamos al profesor Jorge Meza, que nos cuenta que en los días 30 y 31 su mujer le dijo sorprendida: "Oí Jorge, ¡vieras cómo se están vendiendo los pañuelos rojos.! ¿Irán a hacer bailables o qué.? ¡Cuál no nos vamos quedando cuando vimos para qué los querían, ve.! -y pasa su mano extendida, en rápido ademán, a la altura de su nariz- ¡Qué desgraciados éstos.!"
        Y sigue el profesor:
        "Yo sí me enojé mucho con todos los que estaban robando. Me van a perdonar, pero hasta me puse a insultar a los que pasaban cargando sus cosas. Unas mujeres de por allá, ahí venían pujando con paquetes de papel sanitario. ¡Pero paquetes más grandes que ellas.! Nomás pasaron y le dije en voz alta a mi mujer: 'y éstas, que hasta ayer hacían su aseo con olote. ¿para qué quieren eso'?"
        Imágenes del parque: dos muchachas se ven, corren la una a la otra, se abrazan, se besan, quieren hablar, lloran y ríen a un tiempo. Bendicen a Dios.
        Algunas y algunos se toman fotos con los soldados.
        "Que salga el camión", pide un señor.
        Nos encontramos a Domingo, un joven tzeltal que vive por El Chorro.
        Nos saludamos con alegría.
        -Qué bueno que no quiso Dios que morimos en guerra, si pué.!- dice riendo, en su medio español. Luego pregunta: ¿Será verdá que lo mataron ese Palatsá?
        -¿Quién?
        -Ese Jorge Palatsá, uno así panzudo, negrote.
        -No creo, Domingo -le respondo-, ya se hubiera sabido.
        -Pero también 'taban diciendo que lo mataron ese don Pepe Barragán, y el don Alí, y ese don Chuchín Rovelo, que hasta lo habían capado con machete.

Y se reía fuerte el Domingote al hacer esas preguntas.

-También decían que don Roch lo habían matado.
        -Ahí está, pues, el cadáver -le digo.
        Se vuelve a donde le señalo: ahí está Rodolfo Ruiz, con Lucy, su esposa, y Jorge López, el gordo supuestamente fallecido: platican en la acera de su casa.

-¡Pura mentira de la gente. Si pué.! -finaliza el buen Domingo, muerto de la risa.

Había un grupo frente a la Farmacia Gardenia.
        Alguien, desde el parque, comenta: "Parecen pollos recién comprados esos ricos."
        Otro, entre nostálgico y lastimero:"Ooora si no hizo nada el Comité de Defensa Ciudadana."
        "No pué, todos tuvimos miedo", le responden.
        Bajamos a la iglesia: la gente entra, llora, se persigna.
        Da gracias a Dios.
        Algunos en voz alta.
        Los curas reciben a la gente en la entrada.
        Dan la mano, saludan a todos.
        Algunos salen pronto, después de persignarse, ahí nomás a la entrada.
        Otros llegan hasta el nacimiento, frente al altar mayor.
        Se sientan en las bancas de cedro.
        Rezan.

"Muy buenos parece que fueran los putos curas." dice un hombre en la acera del convento.
        ¿De verdad hay racismo en el pueblo?
        Desde luego.
        "¡Indio! ¡Indio! ¡Indio!"
        La palabra hiende el aire con el efecto reverberante de un machetazo sobre corazón de roble.
        "Maldito indio", "indio desgraciado", "indio tenías que ser", "los cabrones indios", "indio jijueputa", "indio revestido", "indio renegrido" "comés como indio", "montás como indio", "parecés indio", "son muy cochinos los indios", "son unos ladrones", "toda la partida de indios son iguales".
        O la formación reactiva: "los inditos", "los indios de alma pura", "los nobles indios", "los indios esencialmente buenos", "los inditos a los que hay que ayudar", "los indios explotados", "los indios esclavizados en las fincas", "los pobrecitos indios", "los indios que no podrán hacer nada si los ladinos ilustrados no vienen a ponerles la letra en el ojo, el maíz en la boca, los ojos en el cielo, las armas en la mano.
        Y yo no puedo estar en paz: pienso en esa tesis escalofriante que ve la guerra como un mecanismo natural de regulación de la sobrepoblación; o pienso en la condición humana: un embutido de ángel y demonio, como en el verso de Parra.
        Regresamos a casa bajo la noche tibia.


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